Un relato escalofriante basado en hechos reales: dos niños enfrentan a figuras siniestras en los callejones de un pequeño pueblo cerrado. ¿Locura o manifestaciones de otro plano?
Cuando era niño, vivía en un lugar extraño. No sabría llamarlo exactamente un "pueblo", aunque así lo nombraban los vecinos. En realidad, era una manzana cerrada de casas, como un pequeño mundo contenido en sí mismo. Dos entradas permitían el paso de autos, pero eran los callejones —estrechos, oscuros, plagados de murmullos— los que conectaban a pie los pasadizos del lugar. Eran venas ocultas por donde fluía la vida... y a veces, cosas que no deberían existir.
Yo era nuevo en la ciudad. Un forastero más. Mis días transcurrían pedaleando sin rumbo, con el aire cálido del atardecer cortándome el rostro y la bicicleta chirriando bajo mi peso infantil. Una tarde, mientras pasaba frente a una casa vieja de rejas oxidadas y cortinas eternamente cerradas, un niño de aspecto nervioso se me acercó con premura:
—¡Ey! —me gritó desde la acera—. ¿Viniste... por casualidad viniste de allá? —y señaló hacia el callejón del que yo acababa de salir.
—Sí, ¿por qué?
—¿Viste a un tipo raro en bicicleta? Venía de allá y me persiguió. No quiero volver a andar solo.
—¿Quieres que vea si sigue ahí?
—¡Sí! —dijo, con una mezcla de alivio y miedo—. Compruébalo y me avisas.
Di media vuelta y volví por el camino. El callejón se había tornado más oscuro, como si el sol se negara a iluminar ese fragmento del mundo. Fue entonces cuando lo vi.
Salió de entre los árboles secos que rozaban el muro. Su andar era espasmódico, la cabeza ladeada como si escuchara algo que solo él oía. Tenía los ojos desorbitados, una sonrisa tensa, antinatural, dibujada como con navaja. Reía con una carcajada quebrada, demoníaca. En la vereda yacía una bicicleta abandonada, herrumbrosa, casi parte del paisaje. El tipo se subió de golpe, chillando como un motor:
—NAMMMMMMMMM —gruñó, con la boca, al arrancar tras de mí.
Corrí. No pedaleé, no. Corrí. Abandoné mi bicicleta y eché a correr como si algo más que un loco me persiguiera. Mientras corría, su voz me acosaba por la espalda:
—NEEEEÉÉÉÉ NÉÉÉÉÉNNNNN —improvisaba, como una parodia retorcida de una moto endemoniada.
No había nadie en los callejones. El silencio era denso, como si todos hubieran desaparecido justo antes de que yo pasara. Llegué de vuelta a la casa del niño, quien ya me esperaba con el portón abierto. Me lancé dentro, tirando la bicicleta al suelo y jadeando entre risas nerviosas.
—¡Ese tipo está loco! ¡Me persiguió!
—Lo sé. A mí me hizo lo mismo.
Lo llamamos Zé Lokinho. Un apodo estúpido, sí, pero tenía algo de poder; los nombres, dicen, contienen a las cosas. Me hice amigo del chico, Pedro se llamaba, y a mis siete años su compañía fue un consuelo contra lo inexplicable.
Pasaban los días y los callejones del pueblo se convirtieron en nuestro mapa del terror. Zé Lokinho vivía, o parecía vivir, en uno de esos pasajes. No lo veíamos siempre, pero cuando aparecía, sabíamos que nuestras almas saltaban un latido. Por eso, aprendimos a bordear. Caminábamos más, pero dormíamos mejor.
Hasta que una tarde, el horror cambió de forma.
Íbamos a casa de Pedro. El sol comenzaba a hundirse, y la sombra de los muros caía larga y fría. Fue entonces cuando, desde una puerta entreabierta, un anciano calvo emergió de golpe, con los ojos en blanco y la boca abierta en un grito sin sonido, como si fuera una marioneta poseída:
—AAAAAAHHHHHHHHH —exclamó, en una postura absurda, grotesca. Sus brazos colgaban como trapos, y su cuerpo temblaba como si algo más lo moviera.
No sabíamos si reír o llorar. Salimos corriendo, con una mezcla de histeria y espanto pegada al pecho. Nos tiramos en el patio de Pedro, jadeando, riendo y temblando.
Ese día nació otro apodo: Carequinha. Era como si el pueblo, nuestro pequeño mundo cercado, empezara a fabricar sus propios espectros.
Desde entonces, no solo evitamos la Rua do Zé Lokinho, sino también la del Carequinha. Dos callejones malditos que cortaban la manzana como cicatrices, caminos que ya no eran parte del mundo real. Nos veíamos obligados a rodear el pueblo por fuera, como si los bordes fueran más seguros que el corazón.
Crecí, me fui. Pero hay noches en que sueño con esos callejones. Escucho el NÉÉÉÉÉM de una garganta humana fingiendo una moto, o el AAAAAAHHH de un anciano que no debería moverse así. Y entonces despierto, sabiendo que hay lugares donde la locura se disfraza de juego y los niños ríen... para no llorar.